viernes, mayo 14, 2004

En una montaña de higuerilla

Memorias de mis vacaciones de la niñez en Bahía de Caraquez


El revolcarme sin temores ni remordimientos en una montaña de higuerilla, es quizá uno de los primeros recuerdos que tengo, y estos recuerdos tienen como lugar central una pequeña pero hermosa ciudad en una bahía y sus alrededores, de donde es originaria mi familia y a donde viajábamos con frecuencia en vacaciones o feriados. Qué gran diferencia era para mí sentir el viento en la cara al ir sobre el techo de un camión que transitaba a toda velocidad por una playa ancha, a lo que me hacían sentir las cercas y puertas que restringen todo en la ciudad donde vivía.

El olor de un potrero lleno de vacas, de la cocina de leña de la hacienda mientras se preparan empanadas de plátano verde, los gritos y quejidos del borracho que pasaba cada noche por la calle y el canto de los pájaros del corredor se grabaron en mí y en la mayoría de mis cuarenta primos.

La casa de mis abuelos era de madera y tenía más de cien años, en el piso de arriba vivían sus ocupantes y el de abajo servía de oficina. El piso de la casa era de listones anchos, relucientes y fuertes. Uno de mis pasatiempos era mirar por uno de los hoyos naturales de la madera hacia abajo, hacia las instalaciones que hacían de oficina, que con su mesón y puertas medianas que se abren y vuelven a su lugar, me recordaban uno de esos bares que había visto en las películas de cowboys. En las paredes de la oficina se veían fotos de ganado Cebú y Holstein y viejos calendarios de Navieras alemanas, testigos de tiempos de gloria, de inmensos barcos que recalaban en la Bahía y traían novelerías y tesoros de mundos más adelantados, y se llevaban los frutos y semillas de la tierra, la higuerilla, el cacao y la tagua. Tiempos “idos y no volvidos”, de gran progreso impulsado por mi abuelo, un hombre muy respetado y emprendedor. Pero su posterior enfermedad, el reemplazo de las semillas por material sintético y la sedimentación de la bahía hicieron que el comercio por mar se extinguiera en ese hermoso lugar.

Y la oficina me era por lo tanto, algo aburrido, algo del pasado, con letreros y papelería que ya no servían y sobretodo se sentía en el ambiente un remordimiento y un vacío de agitación y actividad. Yo prefería las novedades y las cosas hermosas.

Más interesante era el piso superior. La casa era mágica, pues la puerta de entrada sólo se cerraba por las noches y cuando sus ocupantes pasaban la temporada de calor en el país del norte.

Me encantaba llegar porque no había que tocar la puerta. Ésta daba a una escalera que conducía al piso superior, a una especie de terraza que llamaban “el corredor”. Ahí, colocadas en dirección a la puerta, había tres sillas que sólo ocupaban los personajes más importantes, el abuelo por supuesto, siempre en la silla más grande y central y la abuela a su lado. Había otras sillas a los lados y varias hamacas de paja atrás de las sillas importantes, en donde se mecían a turnos los nietos y jugaban los más pequeños. El corredor daba a un patio y desde él se divisaba la bahía, las palmeras que se mecían adormiladas, los autos y los turistas. Desde el corredor se daban órdenes a gritos hacia el patio, se saludaba a la gente que pasaba por la calle, se vendía leche de la hacienda y se disponía de las comidas, que siempre eran deliciosas y abundantes y se las servía por tandas, dependiendo del número de comensales que llegaban, avisados y sin avisar –lo cual era lo de menos- siempre había suficiente. Las comidas las preparaba una señora de edad muy avanzada que apenas tenía dientes y sus ojos estaban como borrosos, a la que de niña le tenía yo un tanto de miedo, aunque más bien era respeto. Cómo no respetar esa sazón y esas habilidades. Con los años me di cuenta que esos ojos borrosos se debían a las cataratas.

En algunas épocas los familiares de otras ciudades coincidían y no importaba cuántos vinieran, a todos se los acomodaba. Al llegar se les asignaba el primer, segundo o tercer cuarto (así eran los nombres de los cuartos, aunque era difícil adivinar su orden lógico). Los cuartos no tenían puertas, todos estaban conectados por un pasillo interior y sólo el del fondo tenía una ventana que daba a la calle. Cada uno tenía también una hamaca de paja toquilla, que eran la mejor diversión de los pequeños y el lugar más adecuado para hacer la siesta. Si se corría con suerte, le podía tocar a uno el cuarto de invitados, también llamado el cuarto nuevo, que tenía ducha y baño. El resto debía compartir por turnos una ducha y un WC que estaban al lado de la cocina. A mí que desde entonces era demasiado pudorosa y recatada, me costaba un poco utilizarlos y hacía todo tipo de maniobras para vestirme dentro de la ducha sin que se me mojara la ropa. En contadas ocasiones se podía utilizar el baño de los abuelos, que no tenía puertas, sino una cortina, y que tenía un amplio ventanal que tenía vista a las casas de atrás, que a su vez, obviamente tenían vista al cuarto de baño.

La mesa del comedor era sin lugar a dudas el lugar central, con sus sillas acolchonadas y los vasos de plástico granulado y de colores, en los cuales las bebidas heladas sabían a gloria. Ahí se sentaban los hermanos, primos, sobrinos, en primero, segundo y tercer grado, a distintas horas y a conversar de los temas más normales. Desde entonces empecé a interesarme en las conversaciones de los mayores y a escuchar callada, pasando casi desapercibida, los sucesos de la vida, de la política y la religión. También en algunas ocasiones, las conversaciones y las polémicas se trasladaban a la sala. Esa sala era presidida por una gran ventana, que originalmente no tenía tela metálica ni vidrio sino que tenía esas ventanas de madera que se abren hacia fuera. Desde allí se contemplaba el paso del tiempo en esa original y pequeña ciudad, se fabricaban historias o suposiciones y se avistaba a los invitados cuando iban llegando.

Los domingos por la mañana se mantuvo por décadas la tradición de desayunar panes de almidón, más conocidos como panes de yuca, hechos con queso de la hacienda y almidón de yuca, panecillos grandes y dorados, que constituían el plato único de esa mañana pero sumamente apetecido por todos. Los familiares y conocidos iban llegando a medida que se despertaban o que venían de misa y para todos alcanzaba. No me equivoco si afirmo que para todos los nietos es hasta hoy una experiencia llena de significado y recuerdos el saborearlos. Muchos bisnietos que no conocieron a los abuelos o la casa han heredado la afición de comerlos, por algo será, lo llevan en las venas.

Yo era tímida e insegura, pero siempre veía mas allá. Aunque era distraída lo observaba todo y lo iba plasmando en mi corazón, como los artistas que pintan o los que toman fotografías. Ya desde ese tiempo empecé a tener la costumbre de gozar de la vida, vivir el momento y grabar en la retina las escenas hermosas y los paisajes entrañables. Cuantas caídas de sol, cuantas mareas y oleajes, cuántos sabores, olores, cantos y miradas guardaba en desorden en mi mirada y ese lugar es el prisma y el fundamento de mis experiencias posteriores.

Como por ejemplo la escena de cuando se iba llegando a la Bahía. Antiguamente para llegar se utilizaba un camino montañoso lleno de curvas endemoniadas. Atravesar ese camino en los veinte o treinta minutos previos a llegar era una verdadera tortura. Algunos de mis hermanos o primos se mareaban. Yo nunca tuve ese problema, pero esperaba impaciente el momento mágico en que las curvas iban disminuyendo y a lo lejos y desde lo alto, se veía la desembocadura del río y la hermosa ciudad enclavada en la bahía. En ese momento quedaban atrás las ataduras y calores tropicales de la ciudad de cemento y grillos, y se experimentaba un panorama de apertura, de amplitud y libertad.

Cada año y en diferentes épocas se iba repitiendo esa sensación y volver era como experimentar la dimensión desconocida, tan radical era el cambio con lo que vivía en la ciudad. La costumbre cuando se llegaba era saludar desde lejos a los que estaban en la ventana de la casa de cien años, hacer un recorrido corto en auto por el malecón de la ciudad, dar la vuelta por la rotonda del obelisco donde los desempleados, los borrachos y los vagos se reunían, y finalmente subir a la casa con bártulos, maletas, frutas y vegetales comprados en el camino.

Y cada vez era lo mismo. Al llegar saludaba a mis abuelos y tías, me despojaba mis ataduras citadinas y me iba directo a una de las hamacas. Mis primos que vivían en el barrio residencial llegaban poco después, ya que la llegada de primos citadinos se siente como si se tuviera un radar. En ocasiones coincidíamos con nuestros primos de la sierra, también de visita, mayores que yo, pero para mí eran de lo más interesantes, originales, y simpáticos, y son justamente los que más han conservado los vínculos con el resto de primos. A mí me encantaba seguir a mis primas mayores y escuchar sus historias y novedades, pero también escuchar las locuras de mis primos hombres y su pasión por los animales y el fútbol. La mayoría de ellos había recibido una vaca de regalo de parte de la tía mayor, soltera y que manejaba la hacienda que quedaba en el otro lado de la bahía. Ella trabajaba durante el día y a su regreso traía leche y queso, y también carne, si alguna de sus vacas se había “descaderado” (término que nunca he entendido). Nuestra tía mayor era como los ojos y manos de nuestros abuelos. Siempre era ella la que se preocupaba de que no nos faltara nada y se olvidaba de ella misma para que todos estuviéramos bien atendidos. Cuando nos íbamos, nos mandaba bien aprovisionados de manjar y rompope hechos por ella…

Había dos playas en la pequeña ciudad, una era un acantilado sin olas y tranquilo y otra que daba al barrio residencial y que era amplia y con olas grandes. Allí nos bañábamos hasta tarde y se contemplaba la caída de sol, las monjas se bañaban con hábito y todo, los surfistas tomaban las olas con sus tablas y los enamorados se abrazaban. La otra tía soltera era nuestra incansable “paseadora”, con ella dábamos una y otra vez vueltas a la ciudad, comprábamos los helados del Richard, o los panes de yuca de la esquina del Tennis Club.

Aunque el abuelo estaba mayor y enfermo, era notoriamente el centro de atención. Yo lo contemplaba desde lejos siempre, con un aire de respeto y un signo de interrogación. Ese personaje de cabello blanco, barbilla partida y ojos claros, que vestía de blanco, había comenzado pobre, tratando de ayudar a su madre, que había sido abandonada por su esposo. Dicen que en uno de sus primeros trabajos de comerciante recorría largos trechos a caballo y que con los años y la artritis, los dedos de la mano le quedaron en la posición con las que tomaba las riendas del caballo. De la mayor parte de su vida tengo un borroso vacío, sólo sé que cuando yo lo conocí, era un próspero hacendado que poseía kilómetros y kilómetros de tierras y ganados, por lo cual concluyo que debió haber sido un hombre muy constante y trabajador. Como era en esos tiempos, lo que él decía se hacía, y para mi abuela, que dio a luz once veces (diez hijos le sobrevivieron) su palabra era la ley y su vida se la dedicó por entero. Tengo entendido que no era muy comunicativo ni cariñoso, pero no se me borra nunca de la memoria el día en que supimos que falleció, el haber visto a mi mamá secándose las lágrimas con una toalla, porque un pañuelo no le bastaba.

Mis recuerdos más gloriosos y entretenidos son de cuando mi abuelo estaba vivo, pero son también los más borrosos y me llegan como flashes, seguramente estaba muy pequeña. Esos momentos mágicos no los vivieron nuestros primos menores. Eran en la casa de hacienda. En ese tiempo se hacían grandes reuniones en ese lugar con hijos, sobrinos y nietos. Se llegaba hasta allá cruzando la bahía en una gabarra que transportaba carros. Recuerdo como si fuera ayer el Land Rover azul, un carro tosco pero fuerte haciendo fila en el malecón para subirse en la gabarra, y que al llegar a la otra orilla emprendía el camino en una playa hermosísima, plana y ancha que desde entonces ha hecho que cualquier otra playa que conozca me parezca insignificante. La casa de la hacienda estaba en el pueblo, que seguramente se formó gracias a las fuentes de trabajo que creó mi abuelo. No era una casa grande ni lujosa, pero en ese tiempo se me hacía inmensa, con amplias habitaciones. Aquí también la vida se desarrollaba en el piso superior. Los comedores y cocina se conectaban a los cuartos con corredores exteriores, al aire libre, desde donde se podía ver hacia el corral a donde llegaban las vacas, y donde según creo, talvez dejando volar mi fantasía, se hacía el queso.

El queso de la hacienda es digno de mención y junto con el almidón de yuca forman una de las tradiciones y experiencias familiares más importantes. Era de una constitución mas bien seca, para nada cremosa. Era muy salado y se la hacían muchos hoyitos y crujía al masticarlo cuando estaba fresco. Lo más interesante era que este queso se llevaba muy bien con las sartenes, no se deshacía al cocinarlo y por lo tanto uno de nuestros manjares más apetecidos era el “queso frito” como lo llamábamos. Uno lo tomaba con el tenedor de un extremo y se iban haciendo unas hilachas interesantísimas pero no perdía su consistencia, lo comíamos con tostadas o solo.

En la hacienda había una cocinera legendaria, morena y con nombre de película de miedo, pero inolvidable. El comedor y la cocina eran rudimentarios pero de ahí salían y ahí se probaban platos deliciosos y abundantes.

Desde la hacienda partíamos en el camión o en el Land Rover ya sea hacia la hacienda o hacia la playa. En esta última amplia y hermosa, habían unas cavernas en las cuales estaban inscritos los nombres de muchos enamorados.
Lo que se me hacía muy incómodo eran las noches, pues la casa no estaba preparada para tanta gente y sobre todo porque salían los insectos y los murciélagos. Varias niñas compartían una cama, de eso estoy segura, pues mi único recuerdo de los tres años es el de haberme caído por el medio de dos camas unidas y haberme roto la clavícula y tomado luego una avioneta de vuelta a la ciudad. Me pusieron un chaleco de yeso, creo que luego regresamos a la hacienda.

Con la muerte del abuelo, cambiaron algunas cosas, entre otras que mi mamá y sus hermanos recibieron su herencia, la cual se repartieron sin mucho problema, las tierras y el ganado. Pero también fue el comienzo del desmembramiento de la hacienda, pues algunos vendieron sus tierras y también su ganado, y la casa de la hacienda pasó a uno de mis tíos.

Así que la vida familiar y los recuerdos posteriores se trasladaron a la casa de cien años, y mi abuela ocupó la silla más grande y central en el corredor. Ahí se sentaba por horas recibiendo visitas, nietos e hijos y por supuesto, dando órdenes y disponiendo las comidas, aunque ya no vendía leche. Ella tampoco hablaba mucho pero estaba omnipresente y seguía detenidamente la vida de cada uno de sus hijos y nietos y se preocupaba por todos. Para sus ochenta años tuvo la alegría de reunir a sus cuarenta nietos, cada uno le regaló una rosa.

También hubo cambios físicos con los años, por alguna razón desapareció la playa que daba a la zona residencial, hubo fuertes inviernos y terremotos y turistas de la sierra construyeron edificios.

Los años de infancia y juventud fueron pasando pero siempre todos regresábamos a la casa de la abuela, íbamos a las fiestas, algunos experimentaban sus primeras borracheras, sus primeros flechazos o su primera vez conduciendo un auto. Y se mantenía la sagrada tradición de los panes de almidón los domingos por las mañanas, que en ese tiempo pensamos nunca terminarían. Esta costumbre de llegar muchos al mismo tiempo a la misma casa se repetía en el país del norte en época de vacaciones, donde en la casa de vacaciones de la abuela algunos pasábamos entre uno y tres meses aprendiendo inglés, conociendo más de cerca de nuestros primos y tíos y recorriendo centros comerciales y paseando en el viejo y grande Ford azul.

Cuando la abuela tuvo su primer ataque cerebral serio, muchos de los primos fuimos a estar con ella, ahí conversamos, nos pusimos al día y planeamos soñando reuniones donde traerían a sus hijos para que conozcan lo que cada uno vivió y experimentó, para que recordemos viejos tiempos, gocemos de la playa cerca de la hacienda, y comamos empanadas de verde, carapachos rellenos, panes de yuca y queso frito. A pesar de los años sin vernos era como si no nos hubiéramos separado. Nuestras vidas tomaron rumbos diferentes, algunos experimentaron situaciones difíciles, otros triunfos, pero creo que todos nos aceptamos como somos.

La muerte de la abuela y posteriormente de la tía mayor marcaron el fin de una época, pues al morir esta última hubo inexplicables problemas con la herencia. Y aunque nos veamos con los primos en raras ocasiones, a veces tristes, como el funeral de uno de nuestros tíos, los recuerdos, las experiencias y las sensaciones ya son parte de nuestra vida y nos marcaron para siempre y saldrán siempre a flote cuando nos encontremos.



Comentarios de mi primo Xavier:

Hola Angie:
Me he tomado la libertad de enviarles tu escrito a alguno de nuestros primos y realmente todos me han comentado que les ha gustado muchisimo y que les (nos) haz hecho recordar tiempos inolvidables... te cometo esto con el afan de que lo termines..
De mi parte he querido aportar con un granito de arena al escrito por lo adjunto a la presente algunos recuerdos que me han venido en estos dias a la memoria
Muchos saludos,
Xavier Velez

Estibaje de la higuerilla:
Los buques que exportaban la higuerilla se anclaban a las afueras de la bahía para esperar la mercancía que era transportada en unas grandes barcazas que a su vez eran remolcadas por lanchas. La carga de la higuerilla a los barcos se la realizaba a mano lo cual demandaba mucha gente, recuerdo que siempre llegaba una mujercita de avanzada edad con una funda para recoger cada grano de higuerilla que se caía en el suelo y por supuesto al final de la jornada recibía su recompensa. Los nietos pronto aprendimos este noble oficio con la finalidad también de ganarnos unos cuantos centavos.


Pequeña acotación
La silla metálica del abuelo era la de mano izquierda (si estamos mirando hacia la calle) la del centro de madera se sentaba la abuelita y la de la derecha la “tía mayor”. El abuelo todas las noches después de la merienda solía ir al corredor y entre tertulia y tertulia mecerse en su silla.

Era también su costumbre luego de la merienda prender una radio de onda corta y oír las noticias que pasaban alrededor del mundo. En aquella época la televisión (valga la aclaración era a blanco y negro) y recién comenzaba a masificarse.

Hablar de las competencias de las lanchas:
Recuerdo también que desde aquel ventanal en época de Navidad y Año Nuevo por la noche se realizaban unas curiosas carreras de lanchas. Estas embarcaciones de mediana envergadura servían de medio de transporte a la gente para trasladarse al pueblo que se asentaba al otro lado de la bahía. Con el paso del tiempo tanto las competencias náuticas, como estas simpáticas embarcaciones fueron perdiendo espacio y en su mayoría han sido sustituidas por los famosos “Johnsons” que antes de que se construyan los muelles en las dos ciudades de la bahía, era realmente una peripecia embarcarse por la agitación de las olas.

Casa de la hacienda:
En la parte de abajo funcionaba una tienda en donde se vendían todo tipo de productos agropecuarios, el local era administrado por un curioso señor que me parece tenia la edad del abuelo y siempre llevaba puesto esos sombreros que ahora solamente se los ve en las películas de safaris de Africa. Junto a este local había un cuarto donde unas maquinas a manivela cortaban la hierva para el ganado y caballos. Seguir leyendo el artículo